La maldición del ama de casa

jueves, octubre 29, 2020

Dicen que un ama de casa nunca sueña con ser ama de casa. Dicen que muchas mujeres no se dan cuenta de que se han convertido en una hasta que ya es demasiado tarde. Que te atrapa con engaños y se aprovecha de tus instintos maternales. Que hasta las mujeres más independientes y ambiciosas que has conocido han caído en su trampa, apagando poco a poco los sueños que alguna vez tuvieron; y que una vez que te posee es muy difícil exorcizarla de tu ser. 


La primera vez que escuché sobre la maldición del ama de casa fue cuando estudiaba en la universidad. Se decía por los pasillos que mi licenciatura era una licenciatura MMC (Mientras Me Caso) lo que significaba que las mujeres duraríamos estudiando o ejerciendo solo hasta que nos dieran un anillo de compromiso.

– Come on! Ya son otros tiempos – contestaba yo – Eso solo aplica en mujeres que su objetivo en la vida es que las mantengan.

Seguí con mi vida, ignorando aquella estupidez y me convertí en una godín más. Unos años más tarde daría mi grito oficial de independencia cuando mi pareja y yo nos mudamos a otra ciudad para abrir nuestras alas y volar hacia un nuevo horizonte de oportunidades. 

Poco tiempo después, algo inesperado pasó cuando nuestro sueño de formar una familia se hizo realidad con el nacimiento de nuestra hija. Ahora ella era todo lo que importaba. Este sentimiento intenso no se comparaba con ninguna satisfacción profesional que hubiera experimentado. Ahí fue cuando sin darme cuenta, el acecho de la maldición empezó. 

Siempre quise ser mamá, nunca tuve duda de eso; pero cada vez que mi pareja me preguntaba si continuaría trabajando o dejaría de hacerlo cuando me convirtiera en madre, nunca podía responderle con la misma seguridad. Él apoyaría cual fuera mi decisión, sin embargo, es curioso como nunca se hizo, ni le hice la misma pregunta. 

Llegado el momento, decidí seguir trabajando inspirada por el ejemplo de las mujeres que tenía a mi alrededor que me motivaban a creer que se podía tenerlo todo. Las primeras veces que tuve que llevar a mi hija a la oficina por tener mocos – las guarderías tienen esta regla de no admitir mocosos– fueron tal como lo había visto pasar con las otras madres: todos se acercaban a saludarla y jugar con ella, y se sorprendían de lo tranquila que era. No lloraba, ni gritaba y se entretenía con lo que le diera. A mi jefe “flexible” no parecía molestarle.

Pero todo cambió cuando la temporada de mocos parecía no acabar, y nosotros siendo foráneos no teníamos familia que nos echara la mano; nadie de confianza con quien pudiéramos dejarla tranquilamente por días. Fue entonces, cuando alguien me sugirió que le preguntara a otra mamá – una ex-colega que había renunciado para quedarse en casa con su hija – si podía ayudarme a cuidarla un par de días para que yo no tuviera que faltar al trabajo. Esa fue la primera vez que escuché un murmullo, corrijo: un grito fuerte y claro en mi cabeza que decía “¡¿Cómo es posible que hayas llegado al grado de considerar dejarle tu hija a alguien que más o menos conoces con tal de quedar bien en tu trabajo?! ¡¿Es esto lo que quieres para ella?!” No sé si era el espíritu de la maldición tratando de atraparme, pero si lo era, tenía un muy buen punto.

Cuando nació mi segundo hijo, me di cuenta que aquello era insostenible. Mi amor era el doble al igual que la cuenta de la guardería, el tiempo con mis hijos corto, el trabajo no tan soñado y la culpa infinita. Entonces decidí intentar trabajar freelance (de manera independiente) como muchos de mis colegas. No puedo negar que la idea de estar en casa y pasar todo el día con mis hijos era lo que más me entusiasmaba. 

–¿Será esto lo que me advirtieron?, ¿Esto me convierte en un ama de casa? – me preguntaba – No, porque seguiré trabajando igual, solo que desde casa – me contestaba ingenuamente; como aquel que se mete en el sótano oscuro en una película de terror y no puede ver al asesino detrás.

Al principio todo parecía perfecto. Podía llevar a mi hija al jardín de niños y asistir a todas sus actividades, cuidar a mi hijo en casa, enseñarle a ir al baño a su ritmo, y tener un ingreso de mis proyectos freelance. Pero pronto empecé a sentir que algo no estaba bien. Mis días comenzaron a llenarse de actividades que no estaban en el plan. Las tareas domésticas poco a poco y muy sigilosamente se fueron resbalando a mi lado de la balanza. 

–¡No, no, no! Esto no fue para lo que me salí de mi trabajo – le gritaba al espíritu de la maldición – ¡No me vas a atrapar! 

Pero aunque lograba volver a repartir equitativamente las tareas por un tiempo, siempre volvían como fantasmas que abren todos los cajones y puertas en cuanto les das la espalda. De repente un día contestando un formulario para la escuela de mis hijos – ambos asistían a la escuela ya – me detuve dudosa en la casilla de ocupación. Tenía un par de años que los proyectos habían disminuido mucho, y para ser sincera, la labor de madre es tan abrumadora que no los había extrañado. 

– ¿Se puede llamar ocupación a algo que no ocupa la mayor parte de mi tiempo? – me pregunté temiendo la respuesta. 

Ahí estaba yo, muy a pesar de mis esfuerzos, a punto de escribir “ama de casa” en aquella casilla – casi podía oír la risa burlona del espíritu. No le iba a dar la satisfacción y puse lo que me dio la gana, nadie sabría si era cierto o no. Pero la verdad era que yo sí lo sabría y eso bastaría para torturarme. 

¿Cómo se escapa de algo que para los ojos de los demás parece no tenerte atrapada? ¿Cómo le ganas al argumento tangible de “yo trabajo 8 hrs diarias 5 días a la semana” cuando quieres repartir las tareas domésticas, con un argumento intangible como lo es la carga de encargarte de los hijos, llevar todas las tareas domésticas y un trabajo que va y viene dejando mucho “tiempo libre”?

Llegué a la conclusión de que para romper la maldición tendría que salir de mi casa. Aparentemente, el hecho de ser la persona que pasaba más tiempo ahí, me hacía responsable de su mantenimiento aunque no lo quisiera. Si estuviera en una oficina –pensaba– sería más fácil demostrar que una casa es responsabilidad de todos los que viven ahí. 

Pero lamentablemente las cosas no serían tan simples. Después de unos meses de buscar trabajo con horario flexible sin éxito, descubrí que había algo más cruel allá afuera que ataca a las madres. Un monstruo que vive en las oficinas y que no notas hasta que te azota la puerta en las narices. Uno que finge que aprecia a las madres, cuando en realidad le incomodan y por eso las ignora. 

Este monstruo se alimenta con tu tiempo y solo te premiará si te posee por completo y le demuestras lealtad absoluta. Por eso odia a las madres, porque las madres son las únicas que han descubierto que hay más razones porqué vivir que solo trabajar. Las únicas que lo enfrentan demostrándole que pueden sacar el trabajo con menos horas al día o desde cualquier parte del mundo. 

Sin embargo, son muy pocas las que han ganado la batalla contra este monstruo. Lamentablemente, hasta el día de hoy, el monstruo del sistema laboral sigue cobrando miles de víctimas cada día. Orillando a miles de mujeres a renunciar por la falta de opciones que les permitan criar a sus hijos, dejándolas vulnerables y desprotegidas ante un futuro incierto. 

Finalmente, en un acto de resignación, decido hacer lo que nunca pensé que haría:  considerar unirme a la venta de catálogos. Odio, odio, odio las ventas, pero aquí aman a las madres y su sed de independencia económica, y en estos momentos es difícil resistirse a eso.

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